julio 08, 2013

Donna Leon LAS JOYAS DEL PARAÍSO

"Se preguntó si en la actualidad había alguna creencia que tuviese la misma fuerza para la mayoría de los europeos; se le ocurrió que una forma de determinarlo sería pensar en aquellas cosas por las que la gente estaría dispuesta a morir. ¿La transubstanciación? La Trinidad? Indudablemente, no. ¿Por salvar a la familia o a la persona que aman? Si. Pero más allá de eso y de intentar salvar su patrimonio, a Caterina no se le ocurría nada más."

Uno de los grandes atractivos a la hora de abordar Las Joyas del Paraíso estriba en que nos permite leer una obra de Donna León ajena al comisario Guido Brunetti, el célebre policía que protagoniza la mayoría de sus libros.  Eso sí, la  novedad acaba ahí, pues  el escenario en que se sitúa la historia sigue siendo Venecia y la temática gira en torno a la ópera, una de las grandes pasiones de la autora, presente de una forma u otra en varias de sus novelas.

El resultado, bajo mi opinión personal, no ha estado a la altura de la expectativa.  En su empeño por hacer una intriga ligera, culta y alejada del género negro, Donna León ha creado una historia que peca simplona, incluso aburrida en algunos momentos, que no llega a enganchar al lector.  Por fortuna, la autora no aparca el estilo que caracteriza a su saga. Su lenguaje ágil, la mordacidad en las descripciones y su maestría a la hora de desarrollar diálogos siguen presentes. Este hecho, unido al paisaje familiar de Venecia, hacen que Las Joyas del Paraíso sea como un libro de Brunetti pero sin el comisario, ni policías, ni villanos, ni muertos. Por desgracia, al despojarla de estos elementos, nos encontramos ante una novela muy tibia.

Tras advertir de qué es y qué no es este libro, recomendaría Las Joyas del Paraíso tan solo a los  incondicionales de Donna Leon y a los perdidamente enamorados de Venecia. Como yo mismo, lo reconozco.

Javier Sierra EL MAESTRO DEL PRADO

"Que de algún modo, con la ayuda de la Virgen y de San Juan -de espaldas, a la izquierda del lienzo-, a venia de la Trinidad y la continuidad de su estirpe, iba a seguir ejerciendo su influencia sobre el reino.
-¡Tiziano y Carlos de Habsburgo! ¡Menuda complicidad la de esos titanes!"

Reconozco que la culpa es mía y sólo mía pero ¿qué quieren que les diga? El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y además, quien nace ingenuo, ingenuo es y será mientras exista.

El caso es que me había prometido a mí mismo huir de Javier Sierra tras el trauma intelectual que me produjo su  anterior novela El Ángel Perdido, justa ganadora del premio Truñolibro a la peor obra leída en 2011. Incluso hace poco más de dos meses les recomendaba que huyeran del título que hoy nos ocupa aunque, repasando lo escrito, ya dejaba entrever que esta nueva entrega me suscitaba algún interés. ¿Cuál?

Siempre me ha atraído leer sobre misterios. La idea de profundizar en supuestos mensajes escondidos en algunos cuadros de El Prado era una tentación demasiado grande. Por otra parte, el libro en sí es muy bonito: incorpora ilustraciones, intercala láminas, desplegables,  conformando en su conjunto un producto con nivel de calidad poco habitual ediciones masivas. Así que, con mucha precaución, me decidí a abordar la obra.

El resultado he superado mis perores expectativas. El Maestro del Prado es un libro horrible, malísimo. El protagonista resulta repelente desde la primera página y la trama, pese a ser un mero hilo conductor, alcanza la categoría de pésima. En cuanto a los supuestos misterios escondidos en los cuadros, sus famosos pintores fliparían en colores si leyeran el galimatías sin sentido en que Javier Sierra se enreda para elaborar,  en base a vaguedades, contradicciones y aportaciones de su propia cosecha, unas teorías que hieren la inteligencia de quien las lee. Y todo en base a unos supuestos secretos que, según el autor, podrían cambiar la faz del mundo, aunque  para la mayoría de los mortales sean tan irrelevantes como anacrónicos.

En definitiva, podría decirse que El Museo del Prado es una obra para olvidar. Pero no es cierto, conviene recordar lo mala que es por si algún día volviera a sentir la tentación de leer algo de su autor, por atractiva que pudiera parecer su propuesta.