abril 11, 2012

Eduardo Mendoza EL MISTERIO DE LA CRIPTA EMBRUJADA


Permitan que esta vez estructure esta entrada el revés, esto es, glosando la obra al principio y dejando la cita para el final.

De hecho, esta entrada será breve.

Es más, se trata de una mera excusa para conmemorar la aparición de El enredo de la bolsa y la vida, el cuarto libro de la saga protagonizada por el peersonaje más entrañable de Eduardo Mendoza.

Admito sin rubor que esta entrada es un homenaje a la saga. Aunque me he valido de El Misterio de la Cripta Embrujada, podría haber hecho lo propio con El Laberinto de las Aceitunas o La Aventura del Tocador de Señoras.

Admito, al fin,  que poco puedo decir de esta obra que no muestre ya su genial primera página. Con ella les dejo.

“Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros elementos a nuestro favor.  Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática,  indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa.  Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y para qué negarlo, precisos, que yo le cruzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones”.